Supongamos.
Supongamos que
me llamo Perry. Supongamos que acabo de ser adoptado por una familia
un tanto peculiar. Claro, que aún llevo sólo unos días aquí y
todavía no he tenido tiempo de adaptarme. O más bien que toda esta
panda de locos es incapaz de adaptarse a mí. Tal vez porque soy un
galgo y mi tamaño impone. Pero no creo, porque soy capaz de plegar
mis patas como si fueran un paraguas y hacerme un ovillo sobre el
sillón de orejas de la abuela. que, por cierto es donde mejor se
está. La abuela ya murió, pero su recuerdo impregna esta casa. Era
la madre de la que -continuando con las suposiciones- es en la
actualidad mi dueña, aunque yo prefiero llamarla madre adoptiva.
Aquí hay una
panda de malcriados y todos están pasados de rosca: desde ella misma
hasta sus animalitos que me precedieron en esto de la adopción,
algo a lo que parece muy aficionada. En primer lugar, está el
perrón, Leo, un mastín de 70 kilos, que dicen que es muy bueno,
aunque a mí todavía no termina de parecérmelo. Porque, cuando se
lanza en plan tanqueta sobre mis huesitos, me descoloca
por completo. Menos mal que tengo el recurso de mis patas y me alejo
del peligro en milésimas de segundo para cabalgar sobre la
hierba.. Entonces, viene la otra, una perrina mestiza llamada Nela,
que está peor que las maracas de Machín. Es una histérica, ladra
por todo, no me deja jugar con ella y me ataca en cuanto me pongo a
darle mordisquitos amorosos. Ya me habían advertido de que las
chicas son guerreras, pero nunca pensé que tanto.
También hay
tres gatos. Uno, Mefis, vive en la planta de abajo con el perrón
Leo, porque sus dueños son una parejina que comparte casa con mi
dueña. Mefis pasa de mí como de la peste. Y yo me dedico a
ignorarle del mismo modo. Los otros dos gatos son dos pijos
madrileños, que viven como marqueses en el piso de arriba. El más
viejito (17 años) se llama Lui-Lui y, mira tú por donde, es el que
me da más cancha. Se deja mordisquear cual damisela subyugada. Le
aprieto el cuello entre mis fauces y hasta le gusta. Ni se queja, ni
se mueve. Para mí que es masoca. Aunque, esta mañana, que me he
pasado un pelín con lo de los mordiscos, me ha lanzado una andanada
gatuna y me ha clavado su zarpa en pleno hocico. Naturalmente, he
gritado de dolor y eso ha alertado a mi dueña que siempre está
separándonos y procurando que no nos hagamos daño. El otro
gatín, Pay-Pay (9 años) no deja de bufarme como si en mí viera al
mismisimo demonio. Sólo con intentar acercarme, trepa al lugar más
alto que encuentra en plan cabra desquiciada y se pone a maullar
como si le estuvieran asesinando. He decidido también pasar de él.
CONTINUARA....