domingo, 23 de diciembre de 2012

Era mucho suponer.

Era mucho suponer.

 Desde que he llegado a esta casa, llena de gente y de animales, han dejado de llamarme Perry. Todo el mundo me llama NO . Haga lo que haga, mi nombre es NO. Si salto, gritan NO, y si ladro el NO se escucha hasta en la aldea vecina. De modo que voy a dejarme de suposiciones . No me queda otra que enfrentarme a la realidad, que, en este caso,  se llama Nela, es decir, la dichosa perra. No me entiende ni un poquito. Cada vez que pretendo jugar con ella, le sale una especie de peineta  demencial, en lo alto de la cocotera, con todos los pelos erizados. La muy infeliz me enseña los dientes con la misma ferocidad que un doberman. Pobre... no se da cuenta de lo bajita y poca cosa que resulta ser. Eso sí, a puñetera no le gana nadie. Porque ya no tengo cojoncillos, que me los han quitado con esto de la adopción, si no, ya se habría encargado Nela de machacármelos, dado que le quedan  justo a su altura. Un peligro, vamos. 


Con quien, sin embargo, cada vez me llevo mejor es con el gatín viejo. No sé si es que ya no se entera de nada o que es un pasota, pero se deja mordisquear, lamer y hasta que le salte encima. Bueno, esto último ya le gusta menos. Me lo ha vuelto a demostrar con otro zarpazo esta misma mañana que me ha dejado tocado, aunque no hundido, por supuesto.



Supongamos







Supongamos.


Supongamos que me llamo Perry. Supongamos que acabo de ser adoptado por una familia un tanto peculiar. Claro, que aún llevo sólo unos días aquí y todavía no he tenido tiempo de adaptarme. O más bien que toda esta panda de locos es incapaz de adaptarse a mí. Tal vez porque soy un galgo y mi tamaño impone. Pero no creo, porque soy capaz de plegar mis patas como si fueran un paraguas y hacerme un ovillo sobre el sillón de orejas de la abuela. que, por cierto es donde mejor se está. La abuela ya murió, pero su recuerdo impregna esta casa. Era la madre de la que -continuando con las suposiciones- es en la actualidad mi dueña, aunque yo prefiero llamarla madre adoptiva. 

Aquí hay una panda de malcriados y todos están pasados de rosca: desde ella misma hasta  sus animalitos que me precedieron en esto de la adopción, algo a lo que parece  muy aficionada. En primer lugar, está el perrón, Leo, un mastín de 70 kilos, que dicen que es muy bueno,  aunque a mí todavía no termina de parecérmelo. Porque, cuando se lanza en plan tanqueta sobre mis huesitos,  me  descoloca por completo. Menos mal que tengo el recurso de mis patas y me alejo del peligro en milésimas de segundo para  cabalgar sobre la hierba.. Entonces, viene la otra, una perrina mestiza llamada Nela, que está peor que las maracas de Machín. Es una histérica, ladra por todo, no me deja jugar con ella y me ataca en cuanto me pongo a darle mordisquitos amorosos. Ya me habían advertido de que las chicas son guerreras, pero nunca pensé que tanto.


También hay tres gatos. Uno, Mefis, vive en la planta de abajo con el perrón Leo, porque sus dueños son una parejina que comparte casa con mi dueña. Mefis pasa de mí como de la peste. Y yo me dedico a ignorarle del mismo modo. Los otros dos gatos son dos pijos madrileños, que viven como marqueses en el piso de arriba. El más viejito (17 años) se llama Lui-Lui y, mira tú por donde, es el que me da más cancha. Se deja mordisquear cual damisela subyugada. Le aprieto el cuello entre mis fauces y hasta le gusta. Ni se queja, ni se mueve. Para mí que es masoca. Aunque, esta mañana, que me he pasado un pelín con lo de los mordiscos, me ha lanzado una andanada gatuna y me ha clavado su zarpa en pleno hocico. Naturalmente, he gritado de dolor y eso ha alertado a mi dueña que siempre está separándonos y procurando que  no nos hagamos daño. El otro gatín, Pay-Pay (9 años) no deja de bufarme como si en mí viera al mismisimo demonio. Sólo con intentar acercarme, trepa al lugar más alto que encuentra en plan cabra desquiciada y se pone a maullar como si le estuvieran asesinando. He decidido también pasar de él.


 CONTINUARA....